domingo, 13 de junio de 2021

Historia corta - La hija del sastre

 La hija del sastre


El aislamiento en casa suponía un destino compartido por miles de habitantes en Falzia después de que el clan Bain ordenara la cuarentena total. Cada cual llevaba el encierro como podía: mientras que en algunos casos los lazos personales se hacían más fuertes debido a aquella cercanía, en otros las peleas eran la tónica habitual. La familia del sastre pertenecía al segundo grupo, en el que los abrazos o los besos se vieron sustituidos por las discusiones y hasta peleas físicas. Hallarse encerrados juntos en las mismas paredes todo el día daba lugar a enfrentamientos por asuntos que Ina habría considerado insignificantes semanas atrás. El último comenzó por dejarse su hermano abierta la puerta perteneciente a un armario. La joven no tardó en considerar que «entrarían los ratones» cuando nunca tuvieron ninguno en la casa, mientras que su familiar le exigió «meterse en sus asuntos». Los chillidos iniciales pronto dieron paso a los insultos, con los que se cubrieron durante varios minutos. Ina llegó tan lejos como espetarle que «sólo valía para irse de putas con sus amigos», a lo que el muchacho contestó que «era una cabra histérica». De poco sirvió que interviniera la progenitora de ambos o que ésta terminara arrodillada en el suelo entre lágrimas. Los dos siguieron adelante con el cruce de acusaciones hasta que apareció su padre, envuelto en una manta que no conseguía librarlo de los temblores padecidos desde que enfermara. Ambos cayeron en silencio ante una mirada que se les antojó más triste que amenazadora. Los cambios en su progenitor empezaron con una apenas perceptible tos, dando paso a la palidez así como una dentadura mellada y uñas negras. Atrás quedaba un hombre que pasó numerosas noches sin dormir en su taller para terminar los encargos. Ina añoraba pasar horas entre telas y agujas con su padre, muy conocido en Falzia por su mano al confeccionar vestidos de boda. A tales extremos llegó su popularidad, que contó con numerosos nobles y soldados como clientes. En lo que a la joven respectaba, ésta pasó varios años noviando con un vigilante sin que su padre le exigiera frecuentar contactos más elevados dentro de su clientela. Ina llevaba días sin saber nada del hombre con el que pretendía casarse a pesar de sus intentos por descubrir si se hallaba a salvo. La última vez que hablaron el soldado le aseguró que «la protegería de la maldita peste», tras lo que no volvieron a verse. Desde que el clan Bain declarara el toque de queda general, la población ni siquiera podía salir a la puerta. Los propios guerreros llevaban agua así como alimentos de primera necesidad a los vecinos, con sus bocas y narices tapadas mediante pañuelos. No quedaba claro si aquella medida los mantenía a salvo, a juzgar por cómo fue preciso que dos soldados se llevaran en peso a un camarada desmayado horas atrás. Ina preguntaba por su prometido siempre que los centinelas le dejaban algo; sin embargo, la tan ansiada respuesta se mostraba esquiva. Una vez más la joven miró por la ventana de modo que pudiera enfocar la posición del sol. Apenas restaban unos segundos para que acudiera la siguiente patrulla, lo que provocaba un temblor en sus manos que no alcanzaba a controlar. — ¡Ah! — Unos golpes en la puerta propiciaron que bajara por las escaleras que conectaban con la primera planta para recibirlos. La joven se recogió su pelo rubio con un pañuelo verde tras alcanzar la cocina para, acto seguido, alisarse el vestido morado que llevaba puesto. Fue entonces cuando distinguió cómo su hermano ya recogía la ración semanal. Esta última incluía agua, pan, legumbres así como algo de verdura. Como para tantos otros, la carne pasó a ser un artículo de lujo que apenas probaban. Su hermano asintió con el fin de expresar su agradecimiento a los centinelas, quienes se disponían a marcharse. Si bien la presencia de su familiar dio lugar a que sintiera un sabor desagradable en el paladar, Ina se interesó por su novio. Ambos se prometieron contraer nupcias tan pronto como las autoridades permitieran salir de nuevo. — Disculpad. ¿Sabéis algo de mi novio? Se llama Tyr y… — La pregunta dio lugar a que su hermano separara los labios, aunque pronto volvió a juntarlos. En lo que a los soldados respectaba éstos actuaron como si no percibieran una pregunta que sí oyeron en realidad. Dispuestos a cumplir su misión aquellos individuos siguieron adelante con el itinerario marcado, mientras un cuerpo envuelto en sábanas amarillentas era sacado de una casa cercana. Las provisiones se encontraban a bordo de un carruaje del que tiraban los propios vigilantes. Apenas quedaban caballos en Falzia desde que la epidemia asolara la urbe, puesto que sus dueños se comieron la mayoría azuzados por el hambre. Los rumores más recientes sostenían que pronto el clan Bain interrumpiría aquellos envíos al ser incapaz de mantenerlos. Al menos podrían responderme. Estoy desesperada, maldita sea… Conforme los centinelas se marchaban, el hermano de la joven cerró la puerta para después llevar las provisiones a la cocina. Al percibir cómo su familiar miraba en su dirección la joven bajó la cabeza para así no iniciar una conversación con él. —…— Tras cruzarse con su madre, quien acudió a ayudar, la joven subió a la segunda planta para buscar refugio en su habitación. Tan absorta se hallaba en sus propios pensamientos, que no reparó en cómo la mujer que cuidó su piel con pócimas antes llevaba los brazos cubiertos ahora. Si bien se suponía que todos debían aportar algo, nadie le exigió que permaneciera abajo. Ina mojó la almohada con sus lágrimas nada más dejarse caer sobre las sábanas revueltas. Todavía llevaba puesto el anillo que le regaló el hombre con el que pretendía casarse. La sortija no contenía oro como las joyas portadas por los nobles, aunque se rumoreaba que ni siquiera los Bain se encontraban a salvo. A juzgar por lo que oyó días atrás, Jytte Bain quemó a su propio esposo tras morir aquél de peste. Las vecinas que mencionaron el incidente también indicaron que el hijo de la aristócrata mostraba síntomas irremediables. De poco parecía servir que el clan más poderoso de Falzia se aislara en su fortaleza como ordenó su patriarca semanas atrás. ¿Por qué tiene que ser así? Se supone que iba a dar comienzo a una familia pronto. Quería tener una casa, un perro y muchos bebés junto a Tyr. ¿¡Qué hemos hecho para merecer esto!? Concluidos aquellos pensamientos Ina tragó saliva para después levantarse. Días antes un curandero errante conocido como Stejskal le indicó que se moviera siempre que se sintiera triste. Al contrario que otros individuos que desempeñaban el oficio, aquel sujeto visitaba los hogares sin mostrarse intimidado por la peste. Fue aquel hombre quien elaboró un remedio para los dolores que aquejaban al padre de Ina. Esta última percibió cómo su madre le pedía que fuera a darle una cucharada a su progenitor, algo a lo que contestó alzando la voz. — ¡YA VOY! — Su grito fue replicado mediante un silencio, aunque la joven se sentía sin fuerzas para disculparse. En su lugar se encaminó hacia el taller, sintiendo los párpados más pesados que nunca. No vio a su progenitor en todo el día, de modo que la joven concluyó que estaba guardando reposo. El espacio en el que trabajaba el sastre se dividía en dos habitáculos separados, uno de los cuales tenía colgados varios abrigos como aquéllos que la familia repartió durante las primeras semanas de la epidemia. Por aquel entonces tanto soldados como pregoneros aseguraron que la enfermedad afectaría a menos de cien personas, algo que contrastaba con la realidad presente. Si bien ya no se hacían circular números, la joven sabía de al menos trece vecinos que murieron de peste. Ina tocó un abrigo sin terminar, con una etiqueta que indicaba la manufactura de su padre. Aquél repitió en numerosas ocasiones que «su maestro lo obligó a pagar todo cuanto no le salió bien durante sus tiempos como aprendiz, lo que le enseñó a ser mejor en su oficio». ¿Eh? Oh, no… Los sonidos provenientes de la estancia adyacente los atribuyó a su madre en un principio, aunque pronto recordó que ésta se encontraba abajo. No puede ser… La joven corrió a toda prisa para encontrarse con cómo su progenitor volvía a dedicarse al vestido de novia que le prometió para la boda con Tyr. Poco parecía importar al sastre que su familia le tuviera prohibido levantarse del lecho. — Padre… ¿Qué estás haciendo?

El sastre mostraba dificultades al tirar de una aguja atrapada entre las fibras rojizas. Su torso ya no dejaba visible su barriga anterior, sino unas costillas marcadas junto a unos pectorales caídos. Asimismo, la enfermedad se hacía notar en unos brazos que no eran más que hueso y piel. No en vano el sastre apenas alcanzaba a comer nada que no fueran caldos al caerse casi todos sus dientes. — Sólo un día más y lo tendré terminado… — A pesar de repetirse aquellas palabras una y otra vez, las fuerzas le fallaron conforme unos nuevos temblores recorrían sus extremidades. Las manchas azules extendidas sobre su piel y unas encías sangrantes indicaban que el tiempo se le agotaba, sin que la familia necesitara a un curandero para saberlo. — Sólo un día más… Se lo prometí a Ina… Tengo que terminar su vestido de boda… Será la novia más bella de toda Falzia… Quiero vérselo puesto… Sólo un día más, por favor… — Nada más pronunciar aquellas palabras el sastre cayó al suelo al ceder sus rodillas. Con un corazón cuya fuerza se agotaba por momentos, el padre de Ina volcó el maniquí sobre el que tenía colocado el vestido sin terminar. — Ah… Quiero vérselo puesto a Ina… Sólo un día más…

¡Cielos! La joven se apresuró en incorporar a su progenitor, aunque pronto comprendió que no conseguiría levantarlo ella sola. Debido a ello llamó a gritos a los familiares que seguían en la planta inferior. — ¡Ayuda, por favor! — No pasó demasiado tiempo antes de que los demás subieran, tras lo que los tres sentaron al sastre en la esquina más próxima. Al percibir cómo su padre repetía una y otra vez que «sólo necesitaba un día más», Ina le colocó la mano diestra sobre la frente. Aquel contacto le permitió descubrir cómo la fiebre causaba estragos en su organismo. — Shhh… No hables. — Lejos de ver correspondida su petición, el sastre se dirigía hacia alguien o algo que nadie más veía. Ina se fijó en sus labios hinchados, al tiempo que su madre entornaba los párpados entre lágrimas — Todo va bien, padre. He hablado con Tyr cuando vinieron a traernos agua y comida antes. La cosa está mejorando, y el curandero dice que vas a ponerte bien. Tienes que cuidarte para que seas mi padrino en la boda, ¿de acuerdo? — Aquella afirmación dio lugar a que su hermano tragara saliva; no obstante, el joven terminó por asentir a los pocos segundos. — ¿Lo ves? Sólo tienes que esperar un poco más. Todo saldrá bien… — Esta última suponía una mentira que se contaba a menudo en Falzia. Ina creyó ver cómo su padre movía los labios, aunque no percibía sonido alguno ahora. Cuando su progenitor giró los ojos hacia su hermano, la joven se carraspeó para después mostrar una sonrisa que no mantuvo al sentir el sabor de su propia sangre sobre el paladar. — Hemos hecho las paces, padre. Ya sabes… Los hermanos nos peleamos por tonterías a veces. — Asegurar aquello dio lugar a que el sastre se calmara por fin, tras lo que lo llevaron al dormitorio de matrimonio entre los tres. Ina oyó cómo su progenitor pedía varias veces «un día más», por lo que también ella repitió aquellas palabras en pensamientos con la mirada fija en el techo. Un día más trabajando en su taller como antes… ¿Nadie puede hacerle ese favor? La joven se durmió en algún momento, sólo para encontrarse a su padre muerto a la mañana siguiente. El vestido de boda, el mismo que el sastre tanto se empeñó en terminar, jamás quedaría concluido. En cuanto a Ina respectaba, ésta perdería el primer diente al morder una manzana horas después de que los vigilantes se llevaran al sastre para quemarlo. Transcurridos unos días también aparecerían las manchas azules sobre su piel así como las uñas negras. De entre los habitantes de aquella casa sólo el hermano de Ina sobreviviría a la epidemia.

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