domingo, 19 de septiembre de 2021

Nueva historia corta - La paciencia del banquero

 

La paciencia del banquero


    Su apresamiento suponía una de las razones por las que la ciudad-estado conocida como Dam se encontraba en el aprieto presente. La urbe estaba rodeada por un ejército superior, con recursos a su disposición para mantener el cerco durante meses. Dentro no sólo faltaban alimentos básicos debido al asedio, sino que el enemigo prometía «devolver todo a la normalidad tras la rendición». Aquél era un mensaje expresado en diversas octavillas con las que los asaltantes inundaban las calles a diario. La situación presente daba lugar a grupos sublevados que no reconocían a las autoridades previas. Buena prueba de ello quedaba visible en las termas, un lugar sólo al alcance de los más ricos en otros tiempos. La turba enfurecida mantenía secuestrados a tres aristócratas, los mismos que exigieron «una resistencia hasta el último ciudadano» días atrás. Dispuestos a demostrar que no bromeaban, los cabecillas se disponían a ejecutar a uno de los nobles. Casi un centenar de habitantes se encontraban en las cercanías, dispuestos a presenciar el ajusticiamiento. Conforme el aristócrata pedía clemencia entre lágrimas y de rodillas, los testigos le lanzaban insultos así como piedras sin que nadie lo impidiera. No en vano sus captores se lo encontraron disfrutando de un banquete, mientras numerosos habitantes pasaban penurias. Conscientes de su inferioridad en todos los aspectos, los guardaespaldas se posicionaron junto a la población, dejando al noble en manos de la turba enfurecida. La ofensiva sobre Dam se inició tras ser apresado un banquero que gozaba de la protección de Qvist Rougemont. Aquél concedió hasta seis prórrogas, dispuesto a negociar la liberación de un individuo conocido como Jobert. Quienes pensaron que Qvist no recurriría a la fuerza comprendieron su error tan pronto como los ejércitos del clan desembarcaron en varios puntos pertenecientes a la costa. La resistencia exterior se desmoronó en apenas setenta horas, tras lo que dio comienzo el asedio. No pasó demasiado tiempo antes de que el invasor penetrara en la urbe por rutas sin vigilancia, gracias a la información entregada por parte de los espías apostados en Dam. Diversos enclaves ya presentaban su rendición o eran entregados por quienes tomaban partido por Qvist. No en vano éste y Jobert dieron trabajo a la población durante años en sus astilleros privados. Una teoría muy extendida entre los habitantes sostenía que «los nobles tomaron aquellos astilleros por no ser capaces de devolver sus créditos». Si bien los aristócratas encontraron materiales para mantenerlos en funcionamiento, no ocurrió lo mismo con trabajadores capaces de usarlos. Las quejas por escrito presentadas por Jobert se vieron encaradas mediante el silencio hasta que el banquero fue sorprendido en su casa por soldados armados. Fuera como fuere los talleres para construir barcos ya habían sido recuperados por los extranjeros y funcionaban como de costumbre. — ¡Muy rico! Mi enhorabuena al panadero. — Jobert se hallaba sentado en una silla que le trajo un carcelero en cuanto llegó a la mazmorra. El banquero se dirigía a todos los centinelas por el nombre e incluso se interesaba por sus familias a menudo. Uno de aquellos sujetos le aseguró que «nadie se atrevería a trasladarlo a otra mazmorra estando ellos ahí». Mientras tanto Jobert invitaba a presos concretos a desayunar con él todas las mañanas, con alimentos que la mayoría no tuvo la ocasión de probar con anterioridad o cuyo sabor habían olvidado. — ¡Comed, amigos! Y recordad que mi socio del clan Rougemont también es generoso. Parte de esto lo paga él.

    Un prisionero, acusado de robar una res a un noble en el pasado, observaba el bollo tierno que tenía en sus manos de uñas ennegrecidas. Aquel manjar se hallaba rodeado por un glaseado transparente, cuyo aroma le arrancaba una sonrisa. Asimismo, el reo recibió un plato pequeño con mermelada de fresa encima. — Ah… — Instantes después de pestañear por enésima vez, el cautivo volvió a acercarse el bollo a la nariz. Su actitud contrastaba con quienes terminaron su ración minutos atrás. No pocos presos lo instaban a «comer de una vez» e incluso se ofrecían a «quedarse con su ración». Un hombre encerrado por asesinar a su madre gritó en su dirección hasta ser golpeado por un centinela. — ¿Eh?

    Al igual que quienes recibieron aquel desayuno, también Jobert veía un vaso sobre la bandeja en la que le trajeron la comida. El banquero mojó su último trozo de pan en la leche para, acto seguido, llevárselo a la boca. Segundos después de tragar, enfocó a quien seguía con el bollo cerca de la nariz. No pasó demasiado tiempo antes de que se dirigiera a aquel individuo, al igual que hizo con otros cautivos antes. — Llevas tiempo aquí, ¿verdad, compañero? No soy quien para meterte prisa, pero quizá quieras terminar pronto. — Su cautiverio en la prisión dio lugar a que pudiera apretar más la cuerda con la que se sujetaba los pantalones. Esto último no evitaba que algunos reos lo siguieran llamando gordo; sobre todo, aquéllos que no gozaban del trato dispensado a quienes obtenían el favor de Jobert. A nadie se le escapaba a aquellas alturas que éste ejercía su autoridad sobre los vigilantes, quienes se mantenían atrincherados en la mazmorra con indicaciones precisas. El banquero aguardó hasta que su interlocutor se llevara por fin algo de alimento al paladar. Sólo entonces volvió a hablar en su dirección, conforme un centinela rellenaba unos papeles. — Me gusta tu actitud, compañero. Sabes apreciar los placeres de la vida.

    Ya desde antes de desatarse la guerra, el prisionero comprendió que Jobert gozaba de un estado diferente. Aquello se trasladaba al primer momento en el que el banquero puso pie en la mazmorra. Este último incluso podía lavarse a diario con jabón perfumado. Su intimidad quedaba salvaguardada por unas cortinas sujetadas por unos centinelas. — Esto parece más una posada que una cárcel desde que estás aquí… Me dijeron que pasaría unos meses en este agujero, y ya llevo nueve años encerrado en él. Hubo ocasiones en las que me contaron que «pronto se me cortaría la cabeza para hacer espacio». No sé qué creer a estas alturas. — La ropa portada por aquel individuo era muy parecida a la de los demás, aunque la suya acusaba los efectos ejercidos por el paso del tiempo. Numerosos agujeros dejaban a la vista una piel blanquecina así como un tatuaje en la espalda. Las letras dibujadas formaban las palabras «el idiota de la vaca». Lejos de hacerse el preso aquella marca en épocas anteriores a su cautiverio, se debía a que unos carceleros pretendieron «divertirse a su costa». Los sujetos en cuestión fueron expulsados dos días después, perdiéndose su pista en Kai tras enrolarse como mercenarios.

    Jobert conocía aquel incidente al firmar la orden por la que aquellos hombres fueron desterrados. Asimismo, decidió en persona que acabaran en el considerado peor agujero del mundo. — Amigo prisionero… Estás aquí por robar una vaca a un noble, ¿cierto? — El banquero aguardó unos instantes, hasta que su interlocutor bebió un trago de leche. Fue entonces cuando un centinela levantó la mano diestra con los cinco dedos levantados. Hay que darse prisa… El tiempo es oro. Concluidos aquellos pensamientos Jobert volvió a dirigirse a quien ocupaba la celda contigua. — Mis disculpas por molestarte con esto, buen compañero. Me cuesta pensar que alguien como tú, con un comportamiento tan ejemplar, no tuviera sus razones para cometer ese crimen. Los centinelas y algunos prisioneros cuentan que no deberías estar aquí…

    Esta gente lo sabe todo. Parece ser cierto cuando se dice eso de «un banquero lo ve todo». Segundos después de expulsar un suspiro, el prisionero apartó la bandeja. El reo dejó medio bollo sobre esta última, aunque sí terminó tanto la mermelada como la leche. — No lo sé… Un día, unos soldados llegaron a mi campo de trigo para echarme en nombre de su señor. Dijeron que «hacía falta terreno para pastar». No me pagaron ni tampoco me dejaron nada con lo que levantar cabeza. Llegado el momento, también pretendieron quitarme mi casa. Mi familia pasaba hambre, así que le quité una vaca a ese desgraciado para tener algo que llevarnos a la boca. O eso intenté, ya que me pillaron durante el acto… — Pronunciadas aquellas palabras el reo se tumbó sobre el suelo con los brazos abiertos y la mirada enfocando un punto ubicado en el techo. Una gotera caía a muy poca distancia con respecto a su oreja diestra, aunque el prisionero ya no se mostraba tan molesto como cuando pidió que «alguien la tapara» años atrás. — La justicia en Dam no es para los pobres. Los pregoneros dicen que sí, pero yo conozco la verdad. Ese hijo de mala madre me quitó todo lo que tenía.

    Unas voces en las escaleras cercanas no interrumpían la conversación en curso. Jobert volvió a enfocar al carcelero de antes, quien le mostraba tres dedos ahora. — Comprendo. No me gustan las injusticias contra la gente trabajadora como tú. Déjame que te haga una propuesta… Mi amigo Qvist necesita a alguien que labre los campos de unos contactos suyos en Puerta al Paraíso. Le deben algún que otro favor, así que te aceptarían con los brazos abiertos. Y Qvist no me haría el feo de no hablar con ellos. — Transcurrieron unos instantes antes de que su interlocutor girara la cabeza en su dirección con los párpados entrecerrados. Lejos de apartar la mirada, el banquero esbozó una sonrisa. — Tranquilo, amigo prisionero. Se trata de una propuesta sin trampa. Lo que ocurra a partir de ese momento dependerá por entero de ti. Esa gente trabaja y hace trabajar duro, pero también es justa. Pagan bien y son puntuales. Podrías incluso ahorrar algo con lo que comprarte tu propia parcela algún día. ¿Qué te parece la idea?

    Antes de que el otro preso pudiera contestar, un individuo con capucha bajó por las escaleras que daban acceso a las celdas. Aquel sujeto tenía unas manchas rojas en la camisa, algo que también se trasladaba hacia sus guantes. Tras llamar su atención el centinela que antes hizo señales a Jobert, quien era un espía se le colocó delante. Sí, este hombre corresponde a la descripción. Ambos intercambiaron unas palabras, hasta que el encapuchado enfocó al banquero. — Los criminales irrecuperables se quedarán aquí. Orden de arriba. Los demás serán liberados. — Aquella orden se la entregó un individuo al que se encontró por primera vez seis horas atrás. Tal y como favorecía el clan Rougemont, sus contactos cambiaban con frecuencia. — Me llevaré a Jobert. Eso es todo. — No pasó demasiado tiempo antes de que el vigilante se apartara de su camino, tras lo que el espía se encaminó hacia Jobert. Este último ya se encontraba en pie, en unos instantes en los que se sacudía la ropa. — Jobert. Siento haber tardado tanto.

    Lejos de mostrarse ofuscado, el banquero encogió los hombros. Mientras tanto su salvador procedía a abrir la celda con una llave maestra. En lo que Jobert respectaba, aquél ya tenía asignada su siguiente misión. Esta última lo llevaría hasta Venera, lugar en el que vigilaría al actual líder de la Unión de Banqueros. Ahora todo el mundo me mirará con lástima, por lo que podré moverme con mayor libertad. Además, a alguno se le escapará información que podremos aprovechar en nuestro favor. Concluidos aquellos pensamientos se dirigió a un hombre que se hizo pasar por maestro durante años sin que nadie sospechara nada acerca de su verdadera identidad. — Para nada. Mi mujer se pondrá contenta cuando vea que he perdido un poco de peso. ¿Cómo está, por cierto?Tras ser informado acerca del estado de su esposa embarazada, Jobert se dirigió a los prisioneros ya liberados. También la celda del individuo al que le propuso viajar a Puerta al Paraíso se encontraba abierta.Todo un placer, buena gente. Si algún día pasáis por Venera, aseguraos de hacerme una visita. Mis puertas siempre estarán abiertas para vosotros.

    Al percibir cómo el banquero se disponía a marcharse, el campesino se levantó con presteza. Debido a la velocidad con la que procedió, se chocó con el mismo retrete que usó durante años. — ¡Un momento, Jobert! — Aquel se detuvo junto al espía que también cumplía funciones de guardaespaldas ahora. El prisionero pasó la mano diestra por la rodilla perteneciente a la pierna del mismo lado, conforme el espía mantenía la mano izquierda cerca de su puñal en todo momento. — Antes de aceptar tu oferta, quiero saber qué hay de mi mujer. — Sin que el eco causado por sus palabras quedara del todo difuminado, el campesino vio cómo Jobert meneaba la cabeza. Llevado por la curiosidad, planteó una nueva pregunta ante la que obtuvo la misma reacción. — ¿Está muerta? — Tras reparar en el gesto del banquero, el campesino asintió durante unos segundos. ¿Así que se ha ido con otro hombre? No seré yo quien me enfade con ella, aunque no pienso volver a buscarla, entonces. Alcanzada aquella conclusión dio unos pasos al frente, mientras otros antiguos reos se encaminaban hacia sus nuevos destinos. Si bien los que quedaban atrás hacían lo posible por expresar su descontento, nadie les prestaba atención. — Iré a Puerta al Paraíso.

    La correspondencia anterior le hacía conocer los itinerarios que seguirían los recién liberados. Jobert también tenía memorizadas las escalas de todos los navíos que abandonarían Dam durante las próximas horas. — Buena decisión, compañero. Tu barco saldrá al atardecer. Alguien acudirá a recogerte a la salida y te escoltará durante todo el trayecto. Espero que te vaya bien. — Jobert informaría a Qvist Rougemont durante años desde la Torre del Agua, hasta que la Unión de Banqueros reclamara al segundo como su líder. El primero, por su parte, se retiraría a los setenta años, dejando su patrimonio en manos de su hija mayor. Esta última triplicaría el capital inicial, antes de comprar acciones cuyo valor se compararía con el de piedras preciosas.