domingo, 17 de enero de 2021

Nueva historia corta - La Moneda de Plomo

Hoy te presento una nueva historia corta ambientada en el universo de «Ascuas de la Creación», titulada «La Moneda de Plomo». En ella descubrirás un episodio de la infancia de Qvist Rougemont y cómo éste marca al banquero. 

Como siempre, gracias por leer. Sería un honor para mí que dejaras un comentario con tu opinión.

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La Moneda de Plomo

    Sentado sobre la misma silla que poseía desde que abrió su negocio, Wieland se hallaba repasando las cuentas pertenecientes al último trimestre. Los números parecían acompañar de nuevo, a juzgar por la sonrisa que se formaba sobre su rostro conforme mojaba su pluma en el frasco de tinta cercano. Hm… Mis ojos ya no son los mejores. Concluido aquel pensamiento el dueño ajustó la lámpara de aceite que tenía a su izquierda girando la ruedecilla ubicada en la base. La luz arrojada por aquel artilugio concedía calor a un entorno en el que dominaban los colores marrones de las estanterías y los rojizos para las alfombras así como cortinas. Mejor ahora. La edad no sólo hacía estragos en su fuerza, sino que también su vista se había visto resentida con el tiempo. Por contrarrestarlo Wieland llevaba puestos unos antejos que sólo se quitaba para dormir. Según un curandero al que visitaba una vez al mes, su pérdida de agudeza visual se debía también a que pasaba tantas horas mirando sus libros u ordenando las existencias. La ayudante con la que contó desde hacía tres años se hallaba a apenas unos días de traer al mundo a su primogénito. El sustituto temporal se cayó de una escalera la semana anterior, por lo que Wieland se encontró sin nadie que aliviara su carga diaria. Pasadas unas horas el mismo banquero que le concedió el crédito para abrir el almacén de confituras le ofreció que su hijo trabajara para él durante el tiempo necesario. A pesar de no querer emplear a un muchacho de diez años en un principio, Wieland terminó por dar su visto bueno. No en vano Dio Rougemont no le cobró interés extraordinario por devolverle el crédito antes de tiempo, una práctica en la que sí incurrían otros banqueros. En lo que supuso una sorpresa para él durante las primeras horas, el muchacho cumplía todas las tareas encomendadas a su entera satisfacción. Asimismo, llegaba puntual todas las mañanas al tiempo que no se marchaba hasta obtener permiso para ello. — ¿Cómo vas, chico? — Al no percibir respuesta por parte del niño, Wieland limpió la pluma con un pañuelo. Guardado el utensilio para escribir en su caja de madera, el propietario se levantó de su asiento para echar un vistazo por el almacén. Dado que se lesionó la rodilla derecha años atrás, se veía obligado a caminar con la ayuda de un bastón. Tampoco sus brazos mostraban la misma musculatura tonificada de antaño, por lo que necesitó que su «empleado» le ayudara a mover unos barriles la mañana anterior.

    Este último tenía en sus manos una hoja como ayuda para organizar el inventario al acercarse el final de mes. Numerosas anotaciones ponían sobre relieve que el muchacho se implicaba en su trabajo, hasta el punto de aportar sus propias ideas con el fin de mejorar el negocio. Una consistía en usar unas tapas que convertían las confituras en todavía más duraderas, de modo que Wieland encargara una partida a un comerciante que pasaba por lugares tan dispares como los Pilares o las Líneas Independientes tras probarlos. Hm… El pequeño se encontraba tan absorbido en su labor, que no notó la llegada de su jefe hasta que aquél le colocó la mano diestra encima del hombro perteneciente al mismo lado. — ¿Eh?

    Wieland asintió al tiempo que esbozaba una sonrisa al observar cómo los frascos se encontraban alineados a su gusto. Fue el propio jefe quien ordenó colocar los recipientes en las estanterías de manera que los que se vendían mejor quedaran más accesibles. — Ya veo que has terminado por hoy, chico. — Como de costumbre el muchacho no tardó en encontrar otra tarea a la que entregarse, algo que dio lugar a que Wieland meneara la cabeza. — Mañana será otro día, Qvist. Vamos a sentarnos un rato antes de que te recojan tus padres.

    Su jefe tenía preparadas unas tazas con té y hielo en su interior, debido a unas temperaturas que invitaban a pensar en otro verano caluroso. El gusto por aquella bebida observado en Wieland contrastaba con la predilección que Qvist veía en su progenitor, quien se decantaba por el café. — No estoy cansado, señor Wieland.

    Aquella respuesta dibujó una sonrisa en el rostro del propietario, mientras aquél se dejaba caer sobre su silla. El dueño terminó por conseguir que Qvist hiciera lo propio sobre el tresillo ofrecido a sus clientes cuando éstos lo visitaban en persona. — Pues yo sí. Está bien que seas tan trabajador, pero me niego a destrozarte. Aprende poco a poco. Recuerda que es preciso que el empleado descanse bien si quieres sacarle el máximo rendimiento. No es una máquina reemplazable, sino una inversión a largo plazo. — Ambos tomaron sendos tragos de sus tazas, en unos instantes en los que Qvist se fijó en la cicatriz ubicada en su cuello. Se rumoreaba que Wieland pasó unos años como mercenario, tras lo que se asentó en el pueblo sin volver a tocar las armas. — Esto me recuerda que hoy es el día de tu primer pago. — Pronunciadas aquellas palabras el dueño sacó un saco con oro en su interior, que no tardó en tender a su ayudante. — Ten. Te lo has ganado.

    Una conversación con su padre propiciaba que Qvist no recogiera la paga que Wieland pretendía entregarle. Al percibir cómo aquél alzaba la ceja zurda el pequeño tragó saliva. Su camisa blanca presentaba varias huellas de sudor, mientras que su pelo se hallaba revuelto debido al esfuerzo. Todo indicaba a que se convertiría en un adolescente fuerte, aunque su afición por las golosinas no pasaba desapercibida a sus progenitores. — Mi padre dice que estoy aquí para hacerme un hombre y no por el oro.

    ¿Así que ésas tenemos? La respuesta recibida no consiguió que Wieland se retractara. En su lugar este último meneó la cabeza durante unos segundos con el fin de señalar que no daría su brazo a torcer. Buena prueba de ello lo suponía que colocó la bolsa sobre la mesa que los separaba. — Vas a aceptarlo, chico, o no te quiero aquí mañana. Cuéntalo bien. Siempre es posible que me haya equivocado. Su respuesta propició que Qvist tomara en sus manos lo que suponía su primera paga. El pequeño miró en su interior, de modo que contara diez monedas con rapidez. Sólo cuando el muchacho volvió a colocar la cuerda en el saco, Wieland se le dirigió de nuevo. — Tu padre es un hombre sabio, a la vista está por su fortuna, pero dentro de estas paredes mando yo. Bueno No me cabe duda de que seguirás sus pasos. — Pronunciadas aquellas palabras alcanzó un pequeño cofre con unos símbolos tallados mediante un punzón desconocidos para el pequeño. Wieland sacó una moneda de plomo que enseñó a un Qvist que no separaba los labios. No tardó en colocarlo justo ante su nariz, mientras el pequeño tragaba saliva. — Necesito que hagas una cosa por mí, muchacho. Llévate esta moneda a casa. No puedes comprar nada con ella, pero te recordará tu primer trabajo así como lo que cuesta ganar el dinero. Las cosas tienen el valor que les damos, ¿entiendes? — Tras ver cómo su interlocutor asentía el propietario se echó hacia atrás sobre el respaldo. Este último se hallaba acolchado, puesto que Wieland se dormía sobre aquel asiento numerosas noches. — Así me gusta. Te ayudará a mantener los pies en la tierra.

    Más interesado en aquel regalo que en el oro, Qvist lo giró varias veces en cuanto lo tuvo en las manos. El pequeño se entretuvo en un símbolo que representaba un asentamiento que ubicaría en Kai en cuanto tuvo un mapa a su disposición horas después. — Gracias, señor Wieland. ¡La guardaré como un tesoro! — Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación instantes después, de modo que Qvist regresara al hogar familiar junto a sus progenitores. No pasó demasiado tiempo antes de que mencionara lo ocurrido con Wieland. El pequeño pudo administrar su propio dinero a partir de aquel día, mientras que la moneda de plomo siempre ocuparía un lugar especial. Tanto que terminaría por adoptarla como símbolo cuando recibió el mando sobre el clan Rougemont.


domingo, 3 de enero de 2021

Nueva historia corta - La hija del sastre

Hoy te presento una nueva historia corta ambientada en el universo de «Ascuas de la Creación», titulada «La hija del sastre». En ella podrás leer cómo la población vivió el desastre que asoló Falzia a través de los ojos de Ina y su familia.

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La hija del sastre


    El aislamiento en casa suponía un destino compartido por miles de habitantes en Falzia después de que el clan Bain ordenara la cuarentena total. Cada cual llevaba el encierro como podía: mientras que en algunos casos los lazos personales se hacían más fuertes debido a aquella cercanía, en otros las peleas eran la tónica habitual. La familia del sastre pertenecía al segundo grupo, en el que los abrazos o los besos se vieron sustituidos por las discusiones y hasta peleas físicas. Hallarse encerrados juntos en las mismas paredes todo el día daba lugar a enfrentamientos por asuntos que Ina habría considerado insignificantes semanas atrás. El último comenzó por dejarse su hermano abierta la puerta perteneciente a un armario. La joven no tardó en considerar que «entrarían los ratones» cuando nunca tuvieron ninguno en la casa, mientras que su familiar le exigió «meterse en sus asuntos». Los chillidos iniciales pronto dieron paso a los insultos, con los que se cubrieron durante varios minutos. Ina llegó tan lejos como espetarle que «sólo valía para irse de putas con sus amigos», a lo que el muchacho contestó que «era una cabra histérica». De poco sirvió que interviniera la progenitora de ambos o que ésta terminara arrodillada en el suelo entre lágrimas. Los dos siguieron adelante con el cruce de acusaciones hasta que apareció su padre, envuelto en una manta que no conseguía librarlo de los temblores padecidos desde que enfermara. Ambos cayeron en silencio ante una mirada que se les antojó más triste que amenazadora. Los cambios en su progenitor empezaron con una apenas perceptible tos, dando paso a la palidez así como una dentadura mellada y uñas negras. Atrás quedaba un hombre que pasó numerosas noches sin dormir en su taller para terminar los encargos. Ina añoraba pasar horas entre telas y agujas con su padre, muy conocido en Falzia por su mano al confeccionar vestidos de boda. A tales extremos llegó su popularidad, que contó con numerosos nobles y soldados como clientes. En lo que a la joven respectaba, ésta pasó varios años noviando con un vigilante sin que su padre le exigiera frecuentar contactos más elevados dentro de su clientela. Ina llevaba días sin saber nada del hombre con el que pretendía casarse a pesar de sus intentos por descubrir si se hallaba a salvo. La última vez que hablaron el soldado le aseguró que «la protegería de la maldita peste», tras lo que no volvieron a verse. Desde que el clan Bain declarara el toque de queda general, la población ni siquiera podía salir a la puerta. Los propios guerreros llevaban agua así como alimentos de primera necesidad a los vecinos, con sus bocas y narices tapadas mediante pañuelos. No quedaba claro si aquella medida los mantenía a salvo, a juzgar por cómo fue preciso que dos soldados se llevaran en peso a un camarada desmayado horas atrás. Ina preguntaba por su prometido siempre que los centinelas le dejaban algo; sin embargo, la tan ansiada respuesta se mostraba esquiva. Una vez más la joven miró por la ventana de modo que pudiera enfocar la posición del sol. Apenas restaban unos segundos para que acudiera la siguiente patrulla, lo que provocaba un temblor en sus manos que no alcanzaba a controlar. — ¡Ah! — Unos golpes en la puerta propiciaron que bajara por las escaleras que conectaban con la primera planta para recibirlos. La joven se recogió su pelo rubio con un pañuelo verde tras alcanzar la cocina para, acto seguido, alisarse el vestido morado que llevaba puesto. Fue entonces cuando distinguió cómo su hermano ya recogía la ración semanal. Esta última incluía agua, pan, legumbres así como algo de verdura. Como para tantos otros, la carne pasó a ser un artículo de lujo que apenas probaban. Su hermano asintió con el fin de expresar su agradecimiento a los centinelas, quienes se disponían a marcharse. Si bien la presencia de su familiar dio lugar a que sintiera un sabor desagradable en el paladar, Ina se interesó por su novio. Ambos se prometieron contraer nupcias tan pronto como las autoridades permitieran salir de nuevo. — Disculpad. ¿Sabéis algo de mi novio? Se llama Tyr y…La pregunta dio lugar a que su hermano separara los labios, aunque pronto volvió a juntarlos. En lo que a los soldados respectaba éstos actuaron como si no percibieran una pregunta que sí oyeron en realidad. Dispuestos a cumplir su misión aquellos individuos siguieron adelante con el itinerario marcado, mientras un cuerpo envuelto en sábanas amarillentas era sacado de una casa cercana. Las provisiones se encontraban a bordo de un carruaje del que tiraban los propios vigilantes. Apenas quedaban caballos en Falzia desde que la epidemia asolara la urbe, puesto que sus dueños se comieron la mayoría azuzados por el hambre. Los rumores más recientes sostenían que pronto el clan Bain interrumpiría aquellos envíos al ser incapaz de mantenerlos. Al menos podrían responderme. Estoy desesperada, maldita sea… Conforme los centinelas se marchaban, el hermano de la joven cerró la puerta para después llevar las provisiones a la cocina. Al percibir cómo su familiar miraba en su dirección la joven bajó la cabeza para así no iniciar una conversación con él. —…— Tras cruzarse con su madre, quien acudió a ayudar, la joven subió a la segunda planta para buscar refugio en su habitación. Tan absorta se hallaba en sus propios pensamientos, que no reparó en cómo la mujer que cuidó su piel con pócimas antes llevaba los brazos cubiertos ahora. Si bien se suponía que todos debían aportar algo, nadie le exigió que permaneciera abajo. Ina mojó la almohada con sus lágrimas nada más dejarse caer sobre las sábanas revueltas. Todavía llevaba puesto el anillo que le regaló el hombre con el que pretendía casarse. La sortija no contenía oro como las joyas portadas por los nobles, aunque se rumoreaba que ni siquiera los Bain se encontraban a salvo. A juzgar por lo que oyó días atrás, Jytte Bain quemó a su propio esposo tras morir aquél de peste. Las vecinas que mencionaron el incidente también indicaron que el hijo de la aristócrata mostraba síntomas irremediables. De poco parecía servir que el clan más poderoso de Falzia se aislara en su fortaleza como ordenó su patriarca semanas atrás. ¿Por qué tiene que ser así? Se supone que iba a dar comienzo a una familia pronto. Quería tener una casa, un perro y muchos bebés junto a Tyr. ¿¡Qué hemos hecho para merecer esto!? Concluidos aquellos pensamientos Ina tragó saliva para después levantarse. Días antes un curandero errante conocido como Stejskal le indicó que se moviera siempre que se sintiera triste. Al contrario que otros individuos que desempeñaban el oficio, aquel sujeto visitaba los hogares sin mostrarse intimidado por la peste. Fue aquel hombre quien elaboró un remedio para los dolores que aquejaban al padre de Ina. Esta última percibió cómo su madre le pedía que fuera a darle una cucharada a su progenitor, algo a lo que contestó alzando la voz. — ¡YA VOY! — Su grito fue replicado mediante un silencio, aunque la joven se sentía sin fuerzas para disculparse. En su lugar se encaminó hacia el taller, sintiendo los párpados más pesados que nunca. No vio a su progenitor en todo el día, de modo que la joven concluyó que estaba guardando reposo. El espacio en el que trabajaba el sastre se dividía en dos habitáculos separados, uno de los cuales tenía colgados varios abrigos como aquéllos que la familia repartió durante las primeras semanas de la epidemia. Por aquel entonces tanto soldados como pregoneros aseguraron que la enfermedad afectaría a menos de cien personas, algo que contrastaba con la realidad presente. Si bien ya no se hacían circular números, la joven sabía de al menos trece vecinos que murieron de peste. Ina tocó un abrigo sin terminar, con una etiqueta que indicaba la manufactura de su padre. Aquél repitió en numerosas ocasiones que «su maestro lo obligó a pagar todo cuanto no le salió bien durante sus tiempos como aprendiz, lo que le enseñó a ser mejor en su oficio». ¿Eh? Oh, no… Los sonidos provenientes de la estancia adyacente los atribuyó a su madre en un principio, aunque pronto recordó que ésta se encontraba abajo. No puede ser… La joven corrió a toda prisa para encontrarse con cómo su progenitor volvía a dedicarse al vestido de novia que le prometió para la boda con Tyr. Poco parecía importar al sastre que su familia le tuviera prohibido levantarse del lecho.Padre… ¿Qué estás haciendo?

    El sastre mostraba dificultades al tirar de una aguja atrapada entre las fibras rojizas. Su torso ya no dejaba visible su barriga anterior, sino unas costillas marcadas junto a unos pectorales caídos. Asimismo, la enfermedad se hacía notar en unos brazos que no eran más que hueso y piel. No en vano el sastre apenas alcanzaba a comer nada que no fueran caldos al caerse casi todos sus dientes. — Sólo un día más y lo tendré terminado… — A pesar de repetirse aquellas palabras una y otra vez, las fuerzas le fallaron conforme unos nuevos temblores recorrían sus extremidades. Las manchas azules extendidas sobre su piel y unas encías sangrantes indicaban que el tiempo se le agotaba, sin que la familia necesitara a un curandero para saberlo. — Sólo un día más… Se lo prometí a Ina… Tengo que terminar su vestido de boda… Será la novia más bella de toda Falzia… Quiero vérselo puesto… Sólo un día más, por favor… — Nada más pronunciar aquellas palabras el sastre cayó al suelo al ceder sus rodillas. Con un corazón cuya fuerza se agotaba por momentos, el padre de Ina volcó el maniquí sobre el que tenía colocado el vestido sin terminar. — Ah… Quiero vérselo puesto a Ina… Sólo un día más…

    ¡Cielos! La joven se apresuró en incorporar a su progenitor, aunque pronto comprendió que no conseguiría levantarlo ella sola. Debido a ello llamó a gritos a los familiares que seguían en la planta inferior. — ¡Ayuda, por favor! — No pasó demasiado tiempo antes de que los demás subieran, tras lo que los tres sentaron al sastre en la esquina más próxima. Al percibir cómo su padre repetía una y otra vez que «sólo necesitaba un día más», Ina le colocó la mano diestra sobre la frente. Aquel contacto le permitió descubrir cómo la fiebre causaba estragos en su organismo. — Shhh… No hables. — Lejos de ver correspondida su petición, el sastre se dirigía hacia alguien o algo que nadie más veía. Ina se fijó en sus labios hinchados, al tiempo que su madre entornaba los párpados entre lágrimas — Todo va bien, padre. He hablado con Tyr cuando vinieron a traernos agua y comida antes. La cosa está mejorando, y el curandero dice que vas a ponerte bien. Tienes que cuidarte para que seas mi padrino en la boda, ¿de acuerdo? — Aquella afirmación dio lugar a que su hermano tragara saliva; no obstante, el joven terminó por asentir a los pocos segundos. — ¿Lo ves? Sólo tienes que esperar un poco más. Todo saldrá bien… — Esta última suponía una mentira que se contaba a menudo en Falzia. Ina creyó ver cómo su padre movía los labios, aunque no percibía sonido alguno ahora. Cuando su progenitor giró los ojos hacia su hermano, la joven se carraspeó para después mostrar una sonrisa que no mantuvo al sentir el sabor de su propia sangre sobre el paladar. — Hemos hecho las paces, padre. Ya sabes… Los hermanos nos peleamos por tonterías a veces. — Asegurar aquello dio lugar a que el sastre se calmara por fin, tras lo que lo llevaron al dormitorio de matrimonio entre los tres. Ina oyó cómo su progenitor pedía varias veces «un día más», por lo que también ella repitió aquellas palabras en pensamientos con la mirada fija en el techo. Un día más trabajando en su taller como antes… ¿Nadie puede hacerle ese favor? La joven se durmió en algún momento, sólo para encontrarse a su padre muerto a la mañana siguiente. El vestido de boda, el mismo que el sastre tanto se empeñó en terminar, jamás quedaría concluido. En cuanto a Ina respectaba, ésta perdería el primer diente al morder una manzana horas después de que los vigilantes se llevaran al sastre para quemarlo. Transcurridos unos días también aparecerían las manchas azules sobre su piel así como las uñas negras. De entre los habitantes de aquella casa sólo el hermano de Ina sobreviviría a la epidemia.