domingo, 27 de febrero de 2022

Nueva historia corta - El Destino de los Hospitaleros

 El Destino de los Hospitaleros




    Siguiendo su costumbre, Jeggard aprovechaba las horas nocturnas para entregarse a sus anotaciones. Estas últimas no sólo recogían sus experiencias, sino también diversas estadísticas. Según sus cálculos, seis de cada diez heridos que llegaron a su hospital no salieron vivos del mismo. El último individuo en formar parte de aquellos números era un hombre al que trajeron unas semanas atrás. Fue el propio Jeggard, quien entornó los ojos de aquel sujeto y lo cubrió con una sábana antes de que se lo llevaran. El curandero expulsó un suspiro, tras lo que comenzó a escribir mientras hablaba en voz alta. — Nombre desconocido. Cuerdas vocales dañadas. Heridas en órganos vitales irreversibles. No respondió a ningún tratamiento conocido. Número ochocientos sesenta. — Aquel valor señalaba a quienes murieron entre las paredes de su hospital. Este último se ubicaba en Puerta al Paraíso, lugar en el Jeggard pretendió acudir a los Ragen en búsqueda de oro en un primer momento. Su llegada a la urbe llamó la atención de un benefactor anónimo, a lo que siguieron envíos de dinero periódicos sin que fuera necesario para el curandero entrevistarse con los Ragen. La única condición que aquel desconocido expuso fue «enviarle a las víctimas del monstruo de Kai», algo aceptado por Jeggard. No en vano este último perdió a su familia durante un ataque liderado por el considerado ser humano más infame de la Historia. Según sus memorias, el curandero se inició en su oficio justo por aquella razón. Gracias a aquellos envíos pudo comprar un almacén abandonado en las cercanías del puerto, tras lo que varios ayudantes con habilidades similares a las suyas acudieron a su encuentro. No pasó demasiado tiempo antes de que se les conociera como «la Orden de los Hospitaleros». Si bien Jeggard bromeó con que «aquél nombre no significaba nada para él», terminó por aceptarlo. A aquello siguió la creación de un escudo por el que la orden era conocida en lugares tan lejanos como Punto Alto. Una página en concreto mostraba el símbolo dibujado por un joven que aguardaba la llegada de un barco con el que abandonar la urbe.

    Junto al curandero se hallaba su ayudante, la única persona a su lado en los instantes presentes. Fue la propia joven, quien guió al último hombre al que Jeggard consiguió salvar hacia la salida. Aquel sujeto le dio las gracias hasta una veintena de veces, repitiendo que «jamás olvidaría a los Hospitaleros». La fémina no prestaba ayuda en la curación en sí, sino en los papeles así como en administrar el oro que llegó durante años. En sus manos se encontraba una carta, que debía enviar al benefactor anónimo bajo órdenes de Jeggard. Este último pedía que «no se le mandara más dinero», conforme indicaba que «cerraría el hospital». La joven se apartó parte de sus cabellos pelirrojos, que acostumbraba a llevar sueltos. Aquello contrastaba con otras Hospitaleras, quienes siempre tuvieron los suyos recogidos tal y como les exigió Jeggard. Tras pestañear durante unos segundos, la ayudante se dirigió a su jefe enfocándolo con sus ojos azulados. — ¿De verdad piensas disolver a los Hospitaleros? Sé que el monstruo de Kai lleva desaparecido unos meses, pero todavía puedo romper la carta. Seguro que los demás regresan a tu lado, si…

    Que Jeggard meneara su cabeza de pelo negro interrumpió a su interlocutora. Esta última no tardó en entornar los labios, conforme el curandero se apoyaba en el respaldo perteneciente a su silla. Numerosos utensilios empleados por los Hospitaleros, algunos de manera reciente, seguían en aquella sala. — Mira ese cuenco de ahí. — Segundos después su ayudante se fijó en el recipiente mencionado. Junto a este último se encontraban unas tijeras introducidas en líquido desinfectante, mientras que justo al lado seguía un vendaje cuya punta casi tocaba el suelo. Jeggard se lo quitó al último hombre al que salvó la vida, tras lo que lo dejó en aquel lugar sin limpiarlo, tirarlo ni volver a enrollarlo. — ¿Sabes cuántas veces me he lavado las manos hoy? — Dado que no percibía respuesta al interrogante planteado, el curandero dejó su pluma en la tinta. No pasó demasiado tiempo antes de que él mismo contestara conforme observaba sus extremidades superiores con los ojos llorosos. — Treinta. Treinta veces y siguen rojas. Siempre están rojas…

    Aquellas palabras apenas formaban unos susurros, que dieron lugar a que la joven sintiera cómo sus pómulos se humedecían. Al manejar la correspondencia de los Hospitaleros, sabía que los Ragen llamaron a Jeggard a su encuentro. Todavía no recibieron contestación a las invitaciones firmadas por Allistair, aunque la ayudante de Jeggard le insistiera varias veces en escribir una. Fue la propia joven, quien le sugirió «no rechazar una propuesta así». — ¿Qué harás con los Ragen? Quieren conocerte y quizá te pidan seguir como curandero en la ciudad. No se tomarán nada bien que les hagas el feo de no visitar su fortaleza…

    Instantes después de soplar sobre la última hoja escrita de su diario, el curandero cerró el tomo. La pared blanca que podía enfocar al mirar hacia el frente todavía mostraba manchas rojas, unos restos que le recordaba a un día concreto. Podría haber pintado esto, pero no habría cambiado nada. Durante aquella jornada le trajeron a un herido, al que se vio obligado a tratar en su sala privada puesto que faltaron camas. Incidentes como aquél se repitieron casi a diario durante los años que llevó el hospital. — No me importan los Ragen o lo que quieran de mí. Podrían haber venido ellos mismos, si tanto quisieron conocerme. Sólo quiero descansar…

    Aquellas palabras propiciaron que una lágrima bajara por la mejilla diestra de la ayudante. La joven comenzó a sollozar con rapidez, conforme Jeggard permanecía en la misma posición. Segundos después la fémina se levantó de la silla para abrazar al curandero por detrás. Fue en aquella posición donde sintió un beso en la mano zurda y cómo el fundador de los Hospitaleros apoyaba la cabeza en su antebrazo del mismo lado. — Lo siento, Jeggo. Perdóname, por favor… — La ayudante observó cómo Jeggard entornaba los párpados, en unos instantes en los que le acariciaba la oreja diestra. Las cosquillas resultantes arrancaron una sonrisa al curandero, la cual se trasladó hacia la mujer conocida como «Hannah». — Comprendo que desees retirarte, Jeggo, aunque siempre quise preguntarte una cosa. No tienes que responderme si lo prefieres— Al notar cómo su interlocutor asentía, planteó aquel interrogante mediante susurros sólo dirigidos a su amante. — ¿Odias al monstruo de Kai?

    Jeggard tragó saliva primero para, acto seguido, expulsar un suspiro. No en vano recordaba cómo numerosos heridos y moribundos desearon lo peor al conocido como el ser humano más infame de la Historia. Algunos no se contentaron con visualizar su muerte, sino que llegaron tan lejos como pedir que «viera morir a sus propios hijos». El curandero separó los labios durante unos instantes, aunque volvió a juntarlos con rapidez. Tuvo que transcurrir casi un minuto antes de que reuniera fuerzas suficientes para contestar. — Sólo quiero irme de aquí. Yo… Me alegra que pretendas seguir a mi lado a pesar de todo.

    Con una sonrisa iluminando su rostro, la joven besó a su amante en la cabellera. Desde que iniciaran su romance vio cómo numerosas féminas se acercaron a Jeggard, quien las rechazó a todas bajo el pretexto de «no querer a nadie más». — Ya te dije que estaré contigo para lo bueno y para lo malo. Hemos pasado por lo malo, así que ahora toca lo bueno. Iré contigo adonde sea. — Aquéllas serían las ultimas horas de Jeggard en Puerta al Paraíso. Los Ragen enviarían una patrulla para interesarse por su estado, sólo para encontrarse el hospital vacío. Nadie sabría dónde terminó ni quién le ayudó a abandonar la ciudad-estado.

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