Las matronas del Ancestro – Parte primera
El
viaje quedó interrumpido de forma repentina, cuando el carruaje pasó por encima
de una roca que el conductor no vio al quedarse dormido. Nada más agarrarse a
un lateral para no caerse del asiento, aquel sujeto se atragantó con su propia
salvia. No pasó demasiado tiempo antes de que irrumpiera en golpes de tos y su
barbilla quedara recorrida por hilos transparentes. — ¡COF, COF, COF! — El
soldado que ocupaba la posición delantera meneó la cabeza durante unos
segundos, tras lo que ordenó a su yegua detenerse. Esto último fue imitado por
el resto de la comitiva, incluyendo a quienes se veían obligados a caminar al
no poder costearse un pasaje. Instantes después de recuperarse, el hombre a las
riendas levantó la mirada para enfocar a los caballos. Aquellos animales de
edad avanzada no daban la impresión de hallarse nerviosos, sino que
disminuyeron la marcha poco a poco hasta pararse. Las bestias no tardaron en
bajar sus cabezas para entretenerse con la hierba en el suelo. — Ah… Maldita
sea… — Fue entonces cuando el conductor alzó la mano diestra, aunque la
caravana dejara de moverse minutos atrás. Acto seguido se bajó con la ayuda de
la escalera, tras lo que caminó alrededor del vehículo mientras se rascaba sus
cabellos sin lavar. Nada más llegar a la rueda trasera derecha, vio cómo ésta
presentaba varios desperfectos que la convertían en inservible. Tres radios se
hallaban partidos, junto a un eje que amenazaba con salirse en cualquier
momento. Otro adulto se le acercó a paso raudo para interesarse por cuándo
podrían reanudar el viaje. El cochero pestañeó durante unos segundos para, acto
seguido, encoger los hombros. — ¿Que necesitas llegar esta noche? Me temo que
no. Hay que arreglar esto mañana por la mañana. Está demasiado oscuro ahora. —
Que su interlocutor insistiera dio lugar a que el conductor lo interrumpiera
con rapidez. — ¡Cállate! Si no te gusta, vete andando solo y no molestes más.
Igual hasta alegras la noche a un ladrón… — Sus palabras se vieron replicadas
con cómo su interlocutor se daba la vuelta entre maldiciones. El hombre de pelo
revuelto no tardó en expulsar un suspiro, tras lo que enfocó el cielo
estrellado. Aquél presagiaba riquezas y salud, según diversas leyendas que le
resultaban conocidas. Conforme el conductor daba de comer a los caballos, unas
niñas se bajaron del remolque. Este último contenía la carga más importante
transportada por la caravana. A sus integrantes les esperaban doce monedas de
oro por cada jovencita en su destino, más del triple en comparación a lo que
pagaban otros viajeros para no ir en solitario. Todas las chicas debían
terminar en el mismo lugar, una torre cuyas llamas superiores podían verse
desde la distancia. Si bien la llegada se retrasaría a causa del incidente, el
carpintero encargado de comprobar la rueda aseguró que «pondría una de repuesto
mañana». Asimismo, concluyó que «los gastos se descontarían al idiota
responsable», algo aprobado por los soldados que custodiaban la comitiva. Malditos
desgraciados. ¡Ya me gustaría verlos a ellos pasarse tanto tiempo en mi lugar!
Que se concediera importancia a las niñas quedó patente cuando el curandero de la caravana levantó a una del suelo para después sentarla en una piedra. La jovencita que era tratada por un individuo que sobrepasaba los sesenta años fue desterrada de su patria por su propia progenitora. La noble decidió expulsarla tras verla nacer con un tono de piel diferente al de su marido. Tras obtener la aprobación de un curandero conocido, la aristócrata atribuyó su condición a «una maldición de Kai». Fue así cómo ocultó que el padre era alguien distinto a su esposo y que yació con un corsario meses atrás. Durante años la pequeña pasó por diferentes familias y orfanatos, hasta que alguien decidió canjearla por un saco de zanahorias. — Déjame ver. — El hombre de cabellos canosos no tardó en apartar una mano que le cabía en la palma diestra. La pequeña no habló durante toda la travesía, aunque no por no mostrarse dispuesta a abrirse a sus compañeras. Estas últimas descubrieron con rapidez que jamás aprendió, dando lugar a que algunas intentaran enseñarle palabras sueltas. — Ya sé que te duele. Venga… Te daré una golosina, si dejas de moverte. — Nada más rodear la cabeza de la pequeña con un vendaje, aquel hombre cumplió su promesa al entregarle un caramelo masticable con sabor a leche. Esto último dibujó una sonrisa en el rostro perteneciente a la niña, quien caminó hacia unas muchachas que la llamaban.
Una constelación visible en el
firmamento recibía el nombre de «Nkhono». Aquél se lo colocaron los sabios
residentes en los Pilares; no obstante, la población común la conocía como «el
Caracol» por sus formas. La jovencita con más edad en el grupo que era llevada
a la torre comprobó cómo unos mayores compartían sus provisiones con ellas. No
pasó demasiado tiempo antes de que alguien le entregara unos filetes adobados,
algo que jamás degustó en su patria. Durante sus tiempos en esta última, se vio
obligada a alimentarse con cualquier cosa que encontrara. Aquello abarcó desde
ratas hasta el moho de las paredes. Cuando un desconocido le prometió que «no
volvería a pasar hambre», la adolescente lo acompañó a ver al mismo curandero
que viajaba con el grupo ahora. Aquel individuo le inspeccionó diferentes zonas
pertenecientes a su cuerpo, como las piernas, las caderas y unos pechos por
aquel entonces incipientes. Nada más concluir aquella labor, la dio «por
válida» para después repetir el proceso con otras candidatas. —…— Tal y como la
jovencita presenció durante los días previos, unos mayores se aguantaron el
sueño hasta la medianoche. Entrada ésta, numerosos viajeros se sumaban a un
rezo colectivo sin que individuos como el cochero participaran. Cuando la adolescente
preguntó al conductor por qué tantos adultos actuaban de aquella forma, el
segundo se limitó a contestar que «no están bien de la cabeza». Me gusta ver
cómo llaman al Ancestro todos juntos. No sé quién es, pero debe de ser
maravilloso por cómo lloran algunas mujeres. Concluidos aquellos
pensamientos la muchacha llamada Jioli reparó en cómo los adultos formaban un
círculo para bailar entre cánticos. Fue tras terminar la danza conjunta, cuando
aquellas personas se arrodillaron como parte final de la coreografía. ¿«Medina»?
¿«Los dioses agresores»? El Ancestro nos salvó… Los movimientos captados
por sus ojos se repetían todas las noches, poniendo sobre relieve que fueron
ensayados a conciencia. Jioli no reparaba en cómo alguien pasaba junto a ella,
en unos instantes en los que un sacerdote alzaba los brazos. Yo también
quiero participar alguna vez.
No pocos centinelas armados
abandonaron la vigilancia para sumarse al ritual, aunque desde el primer día
comprobaron que las niñas no se marchaban a ninguna parte. Para ello no hacía
falta ni amarrarlas ni tampoco amenazarlas. Una de ellas respondía al nombre de
Relet, cuya tez oscura invitaba a pensar que nació en tierras áridas. La
adolescente contó cómo «vivió con un grupo nómada durante más de doce años,
hasta que fueron derrotados por otro colectivo errante en una batalla».
Mientras que los supervivientes masculinos terminaron masacrados y las mujeres
asimiladas como concubinas, las niñas fueron vendidas a unos sacerdotes. No en
vano éstos pagaban incluso mejor que los esclavistas de Kai, a quienes
despreciaban en público. Al igual que tantas otras compañeras, Relet se
encontraba familiarizada con las promesas hechas a las muchachas. Nada más ver
cómo una apartaba la cara mientras apretaba un peluche de cabeza arrancada
contra su pecho, la jovencita se agachó a su altura. — Esta gente es un poco
rara, pero nos darán comida y un hogar. Todo irá bien. Estoy segura. — Si bien
no le faltó lo primero durante su existencia como nómada, también sabía lo que
era dormir sin un techo sobre la cabeza. Relet todavía recordaba pasar tanto un
frío paralizante como un calor asfixiante, según las horas del día. Se acabó
por fin eso de ir de un lado a otro. Pensé que terminaría en manos de un seboso
al que limpiarle el trasero cuando me capturaron. Menos mal que aquí hay muchos
hombres jóvenes y guapos. La adolescente rozaba los dieciséis años, lo cual
daba lugar a que percibiera a las personas que la rodeaban de manera diferente.
Esto último abarcaba sobre todo a los hombres, despertando no pocos soldados su
curiosidad. A uno lo espió al orinar, mientras que soñó con otro vigilante
durante la noche anterior. El individuo en cuestión pasó por su lado sin
saludar, algo que no impidió a Relet expulsar un suspiro. ¡Qué alto y fuerte
es!
También Jioli se fijaba en los
integrantes del sexo opuesto, aunque sus características favoritas eran otras.
La muchacha observó a un hombre con un libro en las manos, aunque desvió la
mirada al reparar en los llantos a su derecha. Éstos procedían de una niña, que
perdió tanto a sus padres como su casa en un ataque orquestado por unos
corsarios de Kai. Fue durante el saqueo cuando quedó capturada por un individuo
llamado Spiro. Aquél le ofreció «acogerla en el barco como su criada personal»;
no obstante, la niña decidió no seguir sus órdenes. Tal fue su negativa a
integrarse en el grupo, que incluso escupió a los corsarios y los maldijo en
público. Harto de los constantes desafíos contra su autoridad, el capitán, un
hombre llamado Niles, decidió canjearla por un perro. Jioli no sabía cómo su
compañera terminó en el mismo colectivo que ella, ya que ésta no contaba nada
más acerca de sí misma. Lo que sí veía con frecuencia era cómo la niña sonreía
siempre que se le acercaba el mismo adulto. Aquél le aseguró que «ya faltaba
poco», así como que «todo iría mejor una vez alcanzaran la torre». Yo
también creo que vamos a un buen sitio. Se supone que la fe hace mejores a las
personas. Tras agarrar la manta que le tendía un sacerdote, la adolescente
dio rienda suelta a su curiosidad. Mientras que algunos adultos apenas hacían
caso a sus preguntas, el hombre a su diestra esbozó una sonrisa ante el interés
mostrado. — Disculpa. ¿Puedes contarme algo más acerca de vuestros rituales?
¿Participaré algún día? — Conforme se dirigía a él, la muchacha reparó en una
nuez pronunciada. Esta última quedaba acompañada por una mandíbula definida y
una mirada de ojos marrones que invitaban a perderse en ella.
Antes de contestar a los
interrogantes planteados, el joven rodeó a su interlocutora con el cobertor.
Lejos de conceder las respuestas deseadas, dejó más preguntas a su paso. —
¿Quieres rezar, dices? No hace falta que te preocupes por eso, ya que vas a hacer
algo mucho más importante. ¿Quién sabe? Quizá hasta seas la elegida que
llevamos esperando durante tantos siglos. — El sacerdote se fijó en cómo
numerosas niñas y adolescentes se giraban en su dirección. Apenas la pequeña
del juguete roto desviaba la mirada. — Todas vosotras sois muy especiales. Las
matronas del Ancestro debéis sentiros orgullosas de cumplir un deber sagrado
hacia la humanidad. — Fue necesario que se le acercara un soldado para que el
religioso entornara los labios. La sonrisa esbozada antes por el segundo se
extinguió con rapidez, tras lo que se marchó sin añadir nada más.
La mirada que les dedicó el
vigilante dio lugar a que tanto Jioli como Relet cayeran en silencio. Al
contrario que el religioso, aquel individuo casi no hablaba con ellas. Si bien
las protegía y les llevaba cualquier cosa que le pidieran, apenas les miraba a
los ojos. Los demás guerreros justificaban su comportamiento con que «se unió
al grupo hacía unos meses», aunque aquello no evitaba que Jioli le sacara la
lengua en cuanto el vigilante abandonó su campo visual. — Es un tonto.
Relet se sumó a las risas a su
alrededor, iniciadas por unas niñas que no sobrepasaban los nueve años cada
una. No transcurrió demasiado tiempo antes de que la adolescente lanzara unos
insultos a quien se alejaba, sin percatarse de cómo percibía hasta la última
palabra. —¡Qué feo es! Tiene cara de cochino. — Días atrás las jovencitas
descubrieron que aquél era uno de los pocos viajeros que había visto la torre
por dentro. Cuando le preguntaron por ella, el vigilante las encaró con el
silencio acostumbrado. — Corre, marrano… — No transcurrió demasiado tiempo
antes de que aquel soldado se retirara hacia una hoguera recién encendida. Si
bien se sentó junto a otros viajeros, no se sumó ni a sus conversaciones ni
tampoco a las canciones entonadas. Relet no tardó en imitar a los sonidos
hechos por un cerdo, hasta que un sacerdote próximo se carraspeó. Fue entonces
cuando se fijó en otro hombre, que realizaba la travesía a lomos de su propia
yegua. El soldado de ahí sí es guapo. Tiene una barba muy bien puesta y esos
brazos… Me gustaría tener un novio pronto, que me proteja de la gente mala. Concluidos
aquellos pensamientos la adolescente comenzó a limpiar la lona grisácea
perteneciente al remolque en el que viajaba.
Si bien Jioli era la mayor, tampoco
sabía qué significaba ser una matrona del Ancestro. Según le contó a otra niña
que se interesó por ello, «su labor pasaría por mantener presentable un
templo». Nada más girarse, la adolescente percibió cómo una compañera imitaba
la forma de caminar del soldado. — Para de una vez, Relet. Nos van a castigar,
como sigas así. — La llegada de otro individuo interrumpió a Jioli al instante.
Oler el perfume que se aplicaba aquel hombre propició que su corazón latiera
con mayor rapidez.
Aquel sacerdote de media calva
llevaba una toalla mojada sobre los hombros. No en vano se bañó apenas unos
segundos atrás en un lago próximo. — ¿Estáis todas bien? — La niña abrazada a
su muñeco llamó la atención del religioso. Este último se agachó a su altura,
tras lo que le tendió una golosina con manto azucarado alrededor. — No temas,
pequeña. Te aseguro que todo merecerá la pena al final. Las matronas del
Ancestro sois la esperanza de la humanidad. — Instantes después de pasar la
mano diestra por la cabellera perteneciente a la niña sin que ésta aceptara su
regalo, el sacerdote se irguió. Como de costumbre recibiría a diferentes
viajeros dispuestos a confesarle sus pecados durante las horas siguientes.
Mientras que Relet solía fijarse en
hombres a los que consideraba fuertes, Jioli se decantaba más por el aura
desprendida por sujetos como el religioso. En ningún momento parecía importarle
que contara con casi cincuenta años o le asomara la tripa. Es listo y habla
muy bien… Me encantaría encontrar a alguien así para que me enseñe cosas.
¡Quiero saberlo todo acerca del Ancestro! Concluidos aquellos pensamientos
se dirigió a una Relet que sacudía la lona en los instantes presentes. — Me
gustan los hombres inteligentes. Son más interesantes que los que sólo saben
blandir una espada. Ya conocí a varios así, y os aseguro que son unos
aburridos. — La contestación de Relet arrancó varias carcajadas entre las
presentes, aunque Jioli se encontraba demasiado ocupada en observar al
religioso como para hacerle caso a su compañera. Sólo cuando aquel individuo
abandonó su campo visual, se volvió hacia Relet. Esta última observaba a la
chica del peluche.
Quien llamó la atención del
sacerdote antes meneaba la cabeza sin apartar la mirada de un punto imaginario
ubicado en el suelo. La pequeña fue sacada a rastras de su hogar, entregada por
unos padres que la canjearon por tres galones de vino. El juguete que soltaba
en muy contadas ocasiones era lo único que consiguió llevarse con ella. Fue
cerca de su antigua casa donde conoció a un hombre, que contó una historia muy
diferente a la que venía oyendo durante los últimos días. — ¿Sabéis qué nos
harán, una vez lleguemos a esa torre?
Instantes después de fijarse en unos
ojos marrones cargados de lágrimas, Jioli se agachó junto a su compañera. Si
bien intentó agarrar su mano zurda, notó cómo la pequeña la retiraba con
rapidez. —…— También reparaba en cómo la niña movía la pierna derecha sin darse
cuenta. ¿Por qué tendrá tanto miedo? Vamos hacia un lugar mejor.
La pequeña resolló durante unos segundos, tras lo que bajó la mirada.
Sus labios rozaron al muñeco con rapidez, conforme otro sacerdote insistía en
que «debería tirar esa basura cuanto antes». Otro, por su parte, aseguraba que
«ya aprendería lo que es la disciplina en su destino». — Todo lo que nos
cuentan es mentira. Nos harán cosas terribles y nos tocarán… ¡No quiero que me
toquen! No quiero… — Instantes después de tragar saliva, la niña notó cómo su
nariz segregaba un hilo transparente que mojó su boca a los pocos segundos. Con
un sabor salado en el paladar, la pequeña sintió cómo comenzaba a faltarle el aire.
— Tengo miedo… No quiero… No quiero… No quiero…
Mientras que Relet se limitaba a
reírse, Jioli intentó calmar a su compañera. Para ello se sentó junto a la
pequeña durante unos instantes en los que le tendió un pañuelo. La adolescente
tragó saliva al comprender que su compañera no aceptaría el trapo. — No hagas
caso a los que hablan feo del Ancestro. Vamos hacia un lugar mejor. — Con
aquella certeza en el interior, Jioli se aseguró de que las demás se acostaran.
Para ello contó con la ayuda de Relet, quien cantó una canción que conoció
durante sus travesías previas para ayudarles a dormirse.